Cuando era pequeño, pregunté a mi madre por qué decidió que sus hijos, nosotros, aprendiéramos un idioma que no era el suyo. Mi pregunta estaba relacionada con el euskera, pero su respuesta bien hubiese valido para el inglés también. Yo no tendría más de 8 años, pero sus palabras se me quedaron grabadas: “Los idiomas son como abrigos: si sólo tienes uno, deberás utilizarlo siempre, llueva o haga sol. Sin embargo, si tienes dos, o tres, o incluso más, tú mismo podrás decidir con cuál quieres salir cada día a la calle, cuál prefieres vestir para cada ocasión, con cuál te sientes más cómodo según las circunstancias, y, sobretodo, cuál es el que más te identifica”.
Una prenda para verse en el mundo
20 Jul 2020Treinta años más tarde, con el armario abierto de par en par y media docena de abrigos a la vista, me pregunto ante el espejo por qué es el euskera la lengua que más me abriga. Es, sin duda, una lengua llena de misterio, pues, a diferencia de la mayoría de abrigos europeos, se desconoce su procedencia. Digamos que cuando abrimos por primera vez el armario, ya estaba ahí, pero no sabemos si su tejido es astracán ruso, lana tirolesa o cuero cordobés. No obstante, su verdadero misterio, según decía el lingüista Koldo Mitxelena, no es su origen, sino su supervivencia durante cientos de años, en un ecosistema con tantas lenguas voraces.
Se podría decir que las lenguas comparten una característica con los gases nobles: siempre intentan ocupar todo el espacio disponible, y, por ese motivo, viven en una lucha constante entre ellas. Sin embargo, observando el corpus del euskera, uno piensa que este idioma no debió seguir el patrón del resto, puesto que su vocabulario conserva el rastro de cientos de años, kilómetros y leguas en contacto con otras hablas. Quién sabe, puede que para sobrevivir, aprendiera a negociar con todos aquellos que querían subyugarla, y puede que las palabras “izquierda” (“ezkerra” en euskera), “aquelarre” (de “aker larre” u “okela erre”) o “zurrón” (de “zorro”), entre muchas otras, solo sean simples botines atesorados por el bando contrario durante aquellos intercambios.
Bereak ziren, esaterako, baleen atzetik Atlantikoaren ipar kostaldeetara zihoazen euskal arrantzaleen abestiak
Lo que está claro es que se trata de una lengua muy viajada. Quienes la desconocen la tildan de paleta y pueblerina, pero su pasaporte nos muestra que el plan de internacionalización del euskera era digno de admiración ya en el siglo XV: suyas eran, ni más ni menos, las canciones de los marineros vascos que alcanzaban las costas del norte del Atlántico en busca de ballenas, así como las primeras palabras que debió de pronunciar Juan Sebastián Elcano al hacer puerto en Sanlúcar de Barrameda y convertirse así en el primer ser humano en dar la vuelta al mundo.
Sé que los idiomas no son abrigos, pero si el euskera fuera una prenda, sin duda, no sería verde. Si bien sus bosques y montes llevan siglos siendo una variada amalgama de tintes verdosos, olivas, turquesas y esmeraldas, la lengua usa el préstamo latino “berde” o el neologismo “orlegi” (que significa “el color de las hojas”) para referirse al sinople. No dispone de una palabra originariamente vasca para el color de la esperanza. Y lo cierto es que llama la atención la ausencia de un vocablo propio, cuando el resto de nombres cromáticos esconde grandes secretos del pensamiento en euskera: “gorri” se emplea para designar el color rojo, pero también la ausencia de complementos o alteraciones (larru gorri, cuerpo desnudo; urre gorri, oro sin aleación); “urdin” corresponde al “color del agua” o azul; “beltza” es negro y comparte raíz con “bele” (cuervo) y “arbel” (pizarra); “zuri” significa blanco y parece provenir de la palabra “zur” (madera), y aunque en infinidad de culturas se relacione con la pureza y la inocencia, para las personas vascohablantes, el blanco es el color de la falsedad, tal vez, porque, al igual que la madera del árbol es de diferente color por dentro y por fuera, las personas falsas son aquellas cuyos pensamientos y actos no se corresponden.
Pero… ¿cómo puede ser que el euskera diga “gorri”, “urdin”, “beltz” o “zuri”, y no tenga una palabra genuina para decir “verde”? El motivo podría ser el mismo por el que los inuit que habitan en las níveas regiones árticas de América del Norte no deben de tener una palabra para decir blanco, o por el que los maoríes de los rojizos desiertos neozelandeses aparentemente carecen de una palabra para decir rojo. En un País Vasco con tantas tonalidades verdes, una lengua que sirva para identificar la realidad que nos rodea jamás utilizaría el mismo término para referirse al verde de las hojas de un roble, al de las espinas de un pino y al de la hierba en primavera… por lo que, hasta la llegada del imperio romano y la inclusión de nuevos colores en la mirada del euskera, no llegaría el préstamo “berde”. En tal caso, puede que si el euskera fuera un abrigo, no sería verde, pero sí un collage de múltiples tonos verdes.
Si el euskera fuese una prenda, sería antigua, casi vetusta y pasada de moda para muchos, pero para muchos más seguiría siendo el último grito, algo vintage y moderno a la vez. El lingüista Juan Uriagereka, en una alegoría animal, comparó el euskera con un tiburón, cuyo origen se remonta a unos doscientos millones de años antes que el de los dinosaurios, para indicar que por muy antigua que sea génesis (que obviamente no lo es tanto como la del escualo), al igual que un animal no puede estar mal adaptado a su medio si ha sobrevivido hasta ahora, una lengua tampoco; y, a quien pensara lo contrario, el lingüista invitaba a enfrentar un simio, mamífero mucho más “moderno”, con un tiburón, eso sí, en al agua. En cualquier caso, la longevidad de una lengua, y concretamente la del euskera, no es más que una garantía sin parangón para sus futuras personas consumidoras, puesto que haber durado tanto es señal de un gran potencial para superar los retos por venir.
Si el euskera fuese una prenda, la podrían vestir hombres o mujeres sin distinción, pues se trata de una lengua sin género gramatical
Si el euskera fuese una prenda, la podrían vestir hombres o mujeres sin distinción, pues se trata de una lengua sin género gramatical… pero no sería un saco unisex, dado que sus verbos poseen la rara habilidad de indicar el género de la persona a la que se dirigen. Sin duda, sería una prenda fácil de vestir, ya que la totalidad de sus verbos auxiliares cabe en un folio A3, algo con lo que sueñan todas las lenguas romances. Podría incluso ser una prenda mágica, pues resulta místico que los elementos básicos para la vida suenen tan parecidos: “ur” (agua), “lur” (tierra), “zur” (madera), “su” (fuego), “elur” (nieve), “egur” (madera), “hezur” (hueso)…
Lo cierto es que hace poco descubrí que el euskera sí es una prenda. En inglés, la palabra “basque” significa “corsé”, esa prenda femenina ajustada que ciñe el cuerpo desde el pecho hasta las caderas. Quién sabe, puede que sea así como nos hayan visto desde fuera, como una comunidad lingüística encorsetada y cerrada, o puede que no haya ningún paralelismo oculto, puesto que el idioma que me abriga para vivir y soñar es justo lo contrario, una lengua amable, abierta y flexible que algo más de un millón de personas utiliza cada día para informarse, investigar, declararse, compartir la vida, ver la realidad y, sobretodo, verse en el mundo.